El Mercurio, domingo 24 de noviembre de 2019
Los disturbios, protestas y marchas que comenzaron el 18 de octubre de 2019 no tienen precedentes de magnitud en las últimas tres décadas en Chile. Mientras los fallecidos sobrepasan la veintena y los heridos están por sobre los 4.000, los costos por las pérdidas de recursos públicos y privados varían entre US$1.500 millones y US$3.000 millones, según estimaciones preliminares. A lo que se agrega un daño en la cohesión social inconmensurable.
En este contexto, estamos convencidos de que existe una inmensa mayoría de chilenos que quiere vivir en paz, que busca aportar libremente al desarrollo justo del país y que está dispuesta a resolver sus diferencias mediante el diálogo, como quedó de manifiesto en el último acuerdo alcanzado por los partidos políticos.
Sin embargo, minorías radicalizadas siguen protagonizando actos violentos sistemáticos que ponen en riesgo a la población y degradan el estado de derecho. Como muestran los medios de comunicación, la presencia de grupos coordinados y preparados para causar daño es cada vez más evidente. Su actuar es imprevisible, ocurre en lugares previamente escogidos y afecta a bienes públicos que mejoran la calidad de vida de los ciudadanos más necesitados.
Es un hecho que los estallidos sociales en países emergentes, como el ocurrido Chile, están poniendo a prueba la capacidad de los gobiernos para asegurar el orden público y proveer seguridad, una función constitutiva del Estado. Al punto de que las policías muchas veces parecen sobrepasadas, tanto en número como por la agresividad de los participantes, que se ven amplificados por los medios y métodos que permiten las nuevas tecnologías.
Combatir a estos grupos radicales no es fácil, aun cuando se posea un poder y capacidad mayores. Cuando se enfrentan a esta clase de desafíos, las democracias caen en el dilema de cómo evitar que tareas obligatorias (neutralizar a los grupos violentos) no se transformen en males mayores (restricción permanente de las libertades y abusos de los derechos humanos), donde es clave el empleo legal y legítimo de la fuerza. Pero ese dilema no puede anular la voluntad política. Carabineros y detectives son los agentes del Estado cuyo deber es hacer cumplir la ley, para lo cual deben contar tanto con el respaldo de las autoridades y de las comunidades a las cuales sirven, como con los medios y facultades necesarias para hacer su trabajo.
Por lo que se ha evidenciado en los reportes entregados por las autoridades y lo observado en las protestas, los protagonistas de la violencia incluyen a grupos anarquistas, ecoterroristas, miembros de barras bravas, algunos delincuentes ligados al narcotráfico y oportunistas que aprovechan el desorden para saquear. En su propósito de desestabilizar al Ejecutivo, atacan en cualquier lugar y a intereses variados, de modo de socavar la gobernabilidad y sembrar el miedo. Su aproximación a la violencia es instrumental (se da el uso de medios cotidianos por sobre armamento regular), cuantitativa (se trata de mantener un nivel sostenido de violencia en el tiempo) e interpretativa (existe un empleo intenso de medios de comunicación y redes sociales).
Por lo tanto, nos permitimos recomendar en lo inmediato:
- Reunir en un mismo lugar de trabajo a todos los responsables de las áreas de inteligencia de distintas instituciones para concentrar toda la información disponible a ser procesada. Coordinados por la Agencia Nacional de Inteligencia, esto debiera servir de un improvisado, pero urgente “centro de fusión de inteligencia”, que preste soporte a un centro de mando y control, dependiente del Ministerio del Interior. Todo esto guiado por una estrategia para retomar la iniciativa.
- Crear una fuerza de tarea independiente con los mejores investigadores de la PDI y Carabineros para determinar quiénes están detrás de los ataques coordinados y neutralizarlos con las herramientas que permite la ley. Su captura se convierte en el centro de gravedad de la búsqueda de Inteligencia. Es clave para determinar el alcance, planificación y magnitud de los grupos que han causado la destrucción focalizada. Y desarticular futuras acciones.
- Convocar a las empresas de seguridad privada que tengan un número considerable de guardias, con el fin de que aporten la información que recaban a diario sus empleados. La idea es que escojan un delegado que se encargue de sistematizar la información sobre riesgos a la seguridad (lugares, horarios, modalidades) y la entregue al Ministerio del Interior. Se trata de sumar una enorme capacidad de vigilancia con activos ya desplegados.
- Pedir de inmediato ayuda internacional a países aliados para contar con mejor información de inteligencia. En particular, para determinar con certeza si existe actividad maliciosa de agentes externos en redes y en terreno.
- Contratar asesores externos con experiencia en la identificación y desarticulación de redes criminales organizadas y en el control de disturbios urbanos.
- Realizar un levantamiento de un mapa con infraestructura crítica de Santiago y las principales ciudades, con los dispositivos de fuerza (unidad, número y responsable) que debieran ser desplegados para su aseguramiento.
- A través de una campaña comunicacional, aislar a una “minoría radicalizada” que no representa al país y evidenciar los daños y afectaciones cotidianas a gente común causadas por la violencia.
- Adquirir medios tecnológicos (software, cámaras, drones, etc.) que permitan la identificación rápida de protagonistas de actos violentos asociados a bases de datos.
- En el marco de la legislación vigente, potenciar el trabajo interagencial entre las policías y las fuerzas armadas, de modo que esto permita articular todos los instrumentos de poder del Estado ante una crisis. Para ese efecto se puede extender el alcance del Decreto 265 en materia de colaboración al combate al narcotráfico en la frontera norte, que faculta a las fuerzas armadas a prestar soporte logístico, de transporte y tecnológico.
- Realizar un gran llamado nacional para pedir el apoyo de la ciudadanía a las autoridades en la recuperación del orden público, fundamental para implementar las medidas sociales y los acuerdos políticos, que por sí solos no calman la violencia.
De aquí a futuro, los gobiernos deberán tener una estrategia y agenda de seguridad nacional, que identifiquen riesgos y amenazas al país, así como las medidas para lidiar con ellos. Aunque se trata de una política pública sujeta al contenido que decidan agregarle quienes toman las decisiones, por distintas circunstancias en Chile no se habla del concepto o se intenta crear confusión en torno al mismo, identificándolo equivocadamente con doctrinas de contrainsurgencia pasadas. De este modo, solo se contribuye a aumentar la inseguridad. Esto debe cambiar. La improvisación tiene costos. La recuperación del orden público es prioritaria.
Juan Pablo Toro
Director Ejecutivo AthenaLab
*Imagen: France Presse
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