En lo que fuera Santiago de Nueva Extremadura, a pocas cuadras del cerro Huelén, un centenar de convencionales del pueblo mapuche, de la izquierda radical y de independientes afines, está proponiendo una Constitución Política rupturista para Chile.
Entre otras características, su artículo primero -ya aprobado internamente- define al Estado como “plurinacional”. Literalmente, esto implica convertir en naciones estatales a todas las comunidades y pueblos originarios, precolombinos o poscolombinos, que existen a lo largo del país.
Dado que los convencionales no han definido el concepto y suelen aludir a la necesidad de “descolonizar” y “refundar” Chile, su propuesta refleja una distopía contrafactual: si la Historia republicana fue injusta con determinados pueblos, ésta sería la oportunidad de rectificarla. La coartada de ese constructo es “la deuda histórica” con el pueblo mapuche, lejos el de mayor densidad demográfica.
Sin embargo, sucede que el proyecto constitucional en curso no se agota en distopía indigenista. Más bien, ésta sería paradójicamente funcional a la construcción de un Estado nuevo, con motivaciones sociopolíticas de la coyuntura. Entre ellas, el desprestigio indesmentible de “la clase política”, la corrupción en las instituciones, la colusión en los mercados, las desigualdades sociales que nos afligen y la crisis de la representatividad democrática que explosionara, literalmente, durante el gobierno de Sebastián Piñera.
Por lo señalado, lo más sorprendente, pero confirmatorio del bajo nivel de nuestros políticos sistémicos, es que no detectaran, ab initio, que la plurinacionalidad propuesta oculta un par de efectos estratégicos ineluctables. Uno, porque supone renunciar al precoz “Estado en forma”, que nos diera una gran ventaja comparativa en la región. El otro, porque coloca punto final a la unidad geopolítica de Chile, despotenciando el Estado nacional y creando peligros donde no los había.
La pregunta insoslayable, entonces, es a quién o a quiénes puede beneficiar un Estado de Chile debilitado.
II
Tamaña distracción de los políticos es el correlato de la inteligencia táctica de los creativos rupturistas de la Convención Constitucional. Estos supieron cubrir el proyecto plurinacional y sus fuentes con sinonimias, homologaciones y falsos paradigmas.
Bajo esa capa diversionista, el ciudadano no experto debe asumir que “naciones”, “pueblos” y “descendientes de pueblos” son la misma cosa y que plurinacionalizar el Estado se relaciona con la interculturalidad, la descentralización y la autodeterminación. Por otra parte, como efecto-demostración, le dijeron que la ONU reconocía el derecho de los pueblos originarios a ser una nación dentro de sus Estados[1] y que los modelos estaban en Nueva Zelanda, Canadá, España y los distintos Estados federales del planeta. Por si aquello no bastara, los creativos pasaron una aplanadora sobre los textos controversiales. Todos son igualmente importantes, dijeron, pues la Constitución “es un todo”.
Fue un diversionismo exitoso pues, de momento, lograron licuar la plurinacionalidad. Mientras pasaba colada, la opinión pública se abstenía o se concentraba en los otros temas alarmantes del borrador constitucional.
III
El mérito de un buen lema es que se clava en profundidad. De mis estudios de Derecho conservo aquel que advierte sobre la jerarquía en el ordenamiento jurídico: “lo accesorio sigue la suerte de lo principal”. En el tema sub litis, me permitió discernir que la clave de bóveda del borrador constitucional era la mutación identitaria de mi país: de Estado nación, pasaba a ser Estado de naciones.
Me pareció una paradoja mayúscula, pues los convencionales fueron elegidos para legitimar reformas imprescindibles del Estado unitario y no para liquidarlo. Era de suponer, por tanto, que si la plurinacionalidad estatal se hubiera impugnado jurídica, comunicacional y oportunamente, hoy no estaríamos discutiendo sobre sus derivados más notorios: la desconfiguración de los poderes clásicos, la justicia según la etnia, la cooperación transfronteriza entre zonas indígenas autónomas, la fijación de prioridades en política exterior y el fin del principio “un ciudadano, un voto”.
Con todo, no hay distracción que dure cien años. Aunque tardía, la evidencia de que “en lo principal” estamos ante una revolución sin apellido, sin líderes que la asuman y con ideólogos que nos quieren poco, activó la alarma de los ciudadanos y ciudadanas que privilegian el interés nacional.
De improviso, expresidentes de la república, excancilleres, autoridades académicas, profesionales del derecho y 40 mil firmantes del manifiesto “Amarillos por Chile”, comenzaron a advertir que la Constitución debía ser una casa para todos y no un programa político excluyente ni, menos, un instrumento que debilitara al Estado.
Como primer impacto masivo, encuestas serias precisas y concordantes están mostrando la posibilidad, antes impensable, de que el proyecto constitucional sea rechazado en el referéndum supuestamente destinado a aprobarlo.
Ante ese escenario, los eufemismos se agotaron, el buenismo indigenista bajó el diapasón y convencionales criollos ilustrados han llegado a reconocer, incluso, que la plurinacionalidad aprobada es “un concepto en construcción”.
En este nuevo contexto, los políticos sistémicos -no quiero decir “sensatos”- están planteando la necesidad de un “plan B”, con distintas variables. Los convencionales rupturistas, por su parte, soslayan su responsabilidad y optan por amenazar con un estallido insurreccional 2.0.
Parafraseando a Bertolt Brecht, lucen más dispuestos a disolver el pueblo real, que a respetar lo que ese pueblo mande.
[1] Invocaban la Resolución 61/295, de 2007, de la ONU, sobre los derechos de los pueblos indígenas, pero soslayaban su artículo 46, párrafo 3, que “no autoriza o alienta acción alguna encaminada a quebrantar o menoscabar, total o parcialmente, la integridad territorial o la unidad política de Estados soberanos e independientes”.
JOSÉ RODRÍGUEZ ELIZONDO
*Abogado, periodista, diplomático, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Chile y Premio Nacional de Ciencias y Humanidades 2021. Además es miembro del Consejo Asesor de AthenaLab.
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