El Mostrador, 8 de octubre 2021
La política exterior es, por supuesto, una política pública especializada y compleja, pero aun así debe ser “objeto y sujeto” del escrutinio ciudadano, especialmente del escrutinio de los ciudadanos “de regiones” directamente afectados por los resultados del desempeño de la diplomacia nacional. Sostener lo contrario, esto es, afirmar que nuestra política exterior está a cargo de una “diplomacia 007” (con “licencia para matar”), no deja de ser una simple “expresión de deseo”. Esto es, por supuesto, también aplicable a los funcionarios “a contrata”, a los “asesores” y a aquellos “directores” de la Cancillería seleccionados “por concurso”. Todos ellos –incluidos los embajadores de profesión y políticos– deben ser objeto del escrutinio ciudadano. Una larga lista de temas pendientes y trascedentes para el “pueblo chileno” (en la acepción del Himno de Yungay) así lo aconsejan.
Con sus limitaciones e inconvenientes, la instalación de los Gobiernos Regionales marcó el comienzo de un proceso de descentralización orientado a fortalecer la participación ciudadana en la toma de decisiones del Estado. Relevante es que la “regionalización” haya comenzado a ocurrir en paralelo a un proceso constituyente de vocación ajena al centralismo, con lo cual es posible suponer que, en conjunto, ambos procesos democratizarán no solo la toma de decisiones, sino también la elaboración de las prioridades de todas las políticas públicas. En todos los ámbitos de las políticas públicas, la priorización y la toma de decisiones paulatinamente gravitarán desde el Gobierno central (hoy casi omnímodo) hacia las comunidades regionales y locales (municipalidades).
Por años, organizaciones de la sociedad civil (por ejemplo, la Fundación “Chile Descentralizado”) han puesto a disposición de sucesivos gobiernos y generaciones de parlamentarios, estudios y propuestas dirigidas a “iluminar” dicho proceso de descentralización con vistas a –ordenadamente– fortalecer la participación ciudadana en problemas y asuntos que les afectan directamente, por ejemplo, en la sensible cuestión de la gestión territorial.
En este último ámbito debe inscribirse la defensa de la integridad de los territorios regionales, hasta ahora privilegio exclusivo de la Cancillería y su política exterior.
Se trata de un capítulo de la gestión del Estado que hasta la fecha admite escasa “accountability”, una cuestión impensable en un país progresivamente descentralizado y participativo. Sostener que para el ciudadano de regiones las cuestiones vecinales son “ininteligibles” (una “ciencia oculta solo para iniciados”), que deben mantenerse ajenas al escrutinio ciudadano es, hoy por hoy, no solo inconcebible sino que también inaceptable.
En la coyuntura resulta evidente que ciertos “problemas vecinales” no pueden seguir siendo privilegio exclusivo de funcionarios públicos hasta hoy poco conocidos e “inamovibles”, sin importar el efecto que sus desempeños tengan para el interés superior del país.
En un Chile cada vez más participativo eso es –obviamente– inconcebible.
La política exterior es, por supuesto, una política pública especializada y compleja, pero aun así debe ser “objeto y sujeto” del escrutinio ciudadano, especialmente del escrutinio de los ciudadanos “de regiones” directamente afectados por los resultados del desempeño de la diplomacia nacional. Sostener lo contrario, esto es, afirmar que nuestra política exterior está a cargo de una “diplomacia 007” (con “licencia para matar”), no deja de ser una simple “expresión de deseo”. Esto es, por supuesto, también aplicable a los funcionarios “a contrata”, a los “asesores” y a aquellos “directores” de la Cancillería seleccionados “por concurso”.
Todos ellos –incluidos los embajadores de profesión y políticos– deben ser objeto del escrutinio ciudadano. Una larga lista de temas pendientes y trascedentes para el “pueblo chileno” (en la acepción del Himno de Yungay) así lo aconsejan.
Es el caso de la extracción abusiva que Perú realiza de recursos hídricos que se comparten con Chile pero que, denunciada en la prensa por las comunidades aimaras, no ha sido atendida ni por el Gobierno central ni por la Cancillería. Es la misma circunstancia de 1975, cuando el Gobierno militar ofreció ceder a Bolivia un corredor de miles de km2 en esa misma región, o el fallo de la Corte Internacional de Justicia de 2014, que implicó la pérdida de otros miles de km2 de mar patrimonial ariqueño.
Tampoco las comunidades atacameñas han sido consultadas ante el entubamiento del Río Silala y del Río San Pedro de Inacaliri (con fines mineros), ambos vitales para el pastoreo y la agricultura de nuestros pueblos originarios del altiplano antofagastino. Un desastre humanitario a los ojos de nuestra “diplomacia progresista”, ágil para participar de foros, reuniones y declaraciones internacionales que protegen los derechos de los pueblos originarios. Mucho más glamoroso un viaje a una “cumbre” en Nueva York que una visita a terreno a los Ojos de San Pedro, al interior de Calama.
Más al sur, en el Valle del Huasco, solo la insistencia de algunas organizaciones de la sociedad civil permitieron detener el proyecto minero Pascua Lama, la “joya de la corona del Tratado minero” suscrito con Argentina en 1997. Una diplomacia al servicio del lucro de las multinacionales y desacostumbrada a los caminos de tierra con calamina y polvo incluidos.
La misma ausencia de la política exterior sucede en La Araucanía y en las regiones adyacentes, capturadas por el narcotráfico y la violencia transfronteriza de grupos organizados a ambos lados de la frontera, bajo el mismo rótulo ideológico de estar “librando una lucha ancestral” en nombre del pueblo Mapuche (igualmente afectado por la violencia y la pasividad del Estado). En las provincias argentinas de Río Negro, Neuquén y Chubut se libra la misma violencia, bajo el mismo formato ideológico, pero, como dice la canción, la “diplomacia ciudadana” prefiere “no hablar de ciertas cosas”.
El del Campo de Hielo Patagónico Sur constituye otro caso emblemático del fracaso de una política exterior abstracta, privilegio de un grupo de “expertos” que, con cargo al erario fiscal, se ha ocupado de “defender’ a Chile. Junto con el desgraciado caso de Laguna del Desierto (sometida a la jurisdicción de un tribunal arbitral de competencias más que dudosas), la inclusión de la cuestión del Campo de Hielo Sur (una materia resuelta entre 1898 y 1902) entre los temas “pendientes” con Argentina ilustra, de la manera más dramática posible, la incompetencia de la diplomacia chilena tradicional (incapaz de comprender cuestiones geográficas y distintas a aquellas de orden técnico-jurídica).
Es esa incompetencia la que terminó por transformar una cuestión de “demarcación en terreno” en una cuestión de “delimitación pendiente” que –en la tesis argentina– incluye numerosos errores geográficos lesivos para la integridad de la Patagonia chilena. A pesar de la férrea resistencia de algunos pocos (liderados por el entonces senador Antonio Horvath), para emplear una expresión de Diego Portales, en 1998 y los años siguientes, cierto interesado “peso de la noche” logró imponerse al sentido común y al patriotismo más elemental. Gravísimo. Hasta ahora nadie ha sido identificado como “responsable” de este error de “lesa patria”.
A final de cuentas, en este asunto, “Chile” aceptó discutir un tema ya zanjado, en el que ciertos “nuevos antecedentes geográficos” argentinos podrían terminar por cortar en dos el territorio nacional (6 kilómetros de hielo en el sector de Laguna Escondida, Región de Magallanes). Así de perjudiciales son para el interés ciudadano los errores de una política exterior inconsulta, abstracta y en “modo 007”.
Este es también el caso de la integridad territorial submarina del Chile más allá del Cabo de Hornos, las Islas Diego Ramírez y ambas costas de la Antártica Chilena (Mar de Bellinghausen y Mar de Weddell).
Hasta que el excanciller Teodoro Ribera dispusiera una acción afirmativa del Estado en materia de la extensión de la plataforma continental en el sector chileno del Océano Austral (mayo 2020), sostenida en razones técnico-jurídicas antes que geográficas y políticas (de política exterior), para “no afectar la relación bilateral”, la diplomacia de sucesivos gobiernos practicó una actitud contemplativa ante la pretensión argentina que, al reinstalar el llamado “principio bioceánico” (derrotado por el Laudo Arbitral de 1977 y la Mediación Papal), de manera unilateral e inconsulta, de hecho y de derecho, prolongó el límite binacional más allá de lo pactado en el Tratado de Paz y Amistad de 1984.
Solo la actualización de los límites de la plataforma continental legal de 200 millas (a solicitud del Ministerio de Defensa y dispuesta por el propio Presidente de la República) ha puesto cierto orden en este delicado asunto.
Antes de eso nuestra “diplomacia profesional” prefirió soslayar el problema para que, “más adelante”, “alguien” se hiciera cargo del tema.
Así, privilegiando la plataforma continental de Rapa Nui (que, aunque relevante, no es prioritaria), esa misma “diplomacia” (que no es la de la Academia Andrés Bello) por años pudo sostener que “estamos trabajando para usted”. La ausencia de una acción concreta y afirmativa en el Océano Austral chileno logró –como lo demuestra la reciente discusión del problema en el Senado argentino– convencer a nuestra contraparte que, en este materia específica, “Chile consintió”.
Aunque esto no es efectivamente así, con su inactividad de más de 10 años, la “diplomacia chilena 007” logró conceder a Argentina un argumento que, aunque “accesorio”, hará incluso más difícil la solución de un problema esencialmente político y geopolítico que, en principio, había sido superado con el Tratado de Paz y Amistad de 1984. Desgraciadamente no ha sido así. En la ausencia de análisis prospectivo de nuestra política exterior actual se encuentran las raíces de este problema que, nos guste o no, en lo que queda de la década improntará la relación con Argentina.
Como en el caso de la pérdida de miles de km2 en Laguna del Desierto y el límite marítimo con el Perú (Arica), en este serio asunto “no hay responsables”. Incluso peor: para demostrar que en este asunto “se ha hecho lo correcto” (por años desde Magallanes hemos reclamado que no es así), el “Gobierno de turno” ha “cumplido” con confirmar en sus puestos a los responsables de ambos fracasos. Increíble.
La cuestión de la plataforma continental magallánico-antártica ya ocupa un lugar en la preocupación de los ciudadanos. Cualquier autoridad política se engaña si cree que jugar al statu quo puede traer dividendos políticos. Las elecciones generales de noviembre demostrarán que nuevos parlamentarios y consejeros regionales (imbuidos de una agenda propiamente “regional”) impondrán una dinámica política que impactará a la “práctica diplomática tradicional”. Será especialmente el caso de la diplomacia vecinal que, en el futuro cercano, deberá, necesariamente, consultar a las comunidades regionales y locales.
No es impensable suponer que, bajo una nueva Constitución y una nueva división político-administrativa, los gobiernos regionales puedan participar de negociaciones internacionales en materias que directamente afectan a sus comunidades y territorios. Tampoco es impensable suponer que en el futuro las comunidades regionales tendrán, vía plebiscitos o referendos, opinión y/o derecho a veto en materia de tratados internacionales que, una vez aplicados, puedan tener impacto sobre sus territorios, sus comunidades y su recursos naturales, vivos y no vivos.
Obviar esta nueva realidad equivale a intentar tapar el sol con un dedo. La diplomacia chilena tradicional tiene “fecha de vencimiento”.
Jorge Guzmán
Investigador asociado AthenaLab
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