Tras obtener una contundente y predecible victoria, el presidente Vladimir Putin (71) perfila a convertirse en el líder que más tiempo ha permanecido en el poder en la Rusia moderna, superando incluso a Josef Stalin.
Según de la Comisión Electoral Central, Putin obtuvo 87% de los votos para seguir gobernando su país por otros seis años, con lo cual podrá completar 30 en el poder al concluir la década, extensibles a otro seis si vuelve a aspirar a la reelección.
“Por mucho que hayan intentado asustarnos, reprimir nuestra voluntad, nuestra conciencia, nadie lo ha logrado en la historia. Fracasaron ahora y fracasarán en el futuro”, afirmó el líder ruso en su discurso triunfal, a quien ni la muerte en cautiverio del opositor Alexei Navalny ni la desastrosa invasión de Ucrania pareció afectarle, puesto que su apoyo creció en siete puntos respecto de los comicios de 2018.
Lo ocurrido en Rusia el fin de semana es un hito más en lo que Gideon Rachman, columnista del Financial Times, bautizó como la “Era de los líderes autoritarios” (en inglés emplea strongman, hombre fuerte)[1], donde Putin es el “modelo y arquetipo” para una generación que incluye a Xi Jinping (China), Recep Tayyip Erdogan (Turquía), Donald Trump, (Estados Unidos), Jair Bolsonaro (Brasil) y Nicolás Maduro (Venezuela), entre otros.
A continuación, el análisis de AthenaLab sobre el significado de la victoria del líder ruso en un contexto más amplio de retroceso global de la democracia.
MORTALMENTE PARECIDOS. A pesar de sus diferencias en cuanto a orígenes o tienda política, los líderes fuertes de hoy compartirían características comunes: fomentan el culto a la personalidad; tienen desprecio el Estado de derecho; declaran representar al pueblo real y estar contra las élites (una clave populista); y promueven una política impulsada por el medio y el nacionalismo. Es decir, se presentan como “imprescindibles”, lo cual justificaría cualquier medio para permanecer en el poder.
La pregunta que surge a continuación es ¿por qué se toman la molestia de organizar elecciones, donde la oposición no puede competir en igualdad de condiciones y los resultados provienen de organismos controlados? La respuesta tiene que ver con un asunto de imagen. El “baño de legitimidad” de las urnas sería suficiente para darles una cobertura democrática de forma, aunque eso no resista fondo. Con ello solo se cae en una pantomima, un ritual de gestos sin valor.
Quizás uno de los grandes errores de los gobiernos democráticos (reunidos mayoritariamente hoy en Europa y América, además de las excepciones en Asia y Oceanía) y de los analistas internacionales haya sido, justamente, subestimar la capacidad de estos dirigentes para permanecer en el poder y, a la vez, sobreponderar la resistencia de las ciudadanías oprimidas.
Probablemente, el mejor ejemplo de lo anterior es Kim Jong-Un[2]. Cuando el veinteañero, rubicundo y portador de un extraño corte de pelo se hizo cargo de Corea del Norte en 2011, se auguró un rápido fracaso debido a su inexperiencia o una apertura económica a la China. Sin embargo, no pasó nada de eso. El joven Kim eliminó a sus rivales internos, consiguió desarrollar armas nucleares y misiles balísticos de largo alcance e incluso alcanzó reconocimiento diplomático al reunirse con Trump en dos oportunidades. Asimismo, se podría poner de ejemplo también a un exchofer de autobuses de apellido Maduro.
LA ELECCIÓN DEL COMANDANTE. Con una gestión marcada por denuncias de violaciones de derechos humanos; el colapso de la economía —el PIB se contrajo 80% en una década—; sanciones internacionales, y la migración de más siete millones de personas, el presidente venezolano confirmó el fin de semana pasado que irá por la reelección este año.
Maduro, quien gobierna desde 2013, luego de que Hugo Chávez lo ungiera como su sucesor cuando se aproximaba a la muerte, competirá en las elecciones del 28 de julio frente a un rival aún inexistente. Curiosamente, cuando el gobernante aún no ratificaba su interés de permanecer en el Palacio de Miraflores, la popular candidata opositora María Corina Machado ya era inhabilitada por la Justicia para participar en los comicios, acusada de haber apoyado las sanciones de Estados Unidos y respaldado al “presidente interino” Juan Guaidó. Para negarle cualquier mínima posibilidad a Machado, las fuerzas de seguridad por orden de la Fiscalía incluso están deteniendo a todo su equipo de campaña.
De este modo, entre Chávez (1999-2012) y Maduro (2013- ) ya suman un cuarto de siglo gobernando Venezuela y todo indica que vienen muchos años más. La estrategia del gobierno estadounidense de Joe Biden, aquella de levantar sanciones económicas para permitir elecciones libres, fracasó estrepitosamente, tanto como lo hizo la política de “presión total” de su antecesor, y quizás sucesor, en la Casa Blanca, Donald Trump.
NO HAY PRIMERA SIN SEGUNDA. Las pocas dudas que cabían al respecto desaparecieron, cuando en sus testimonios ante la Policía Federal brasileña los exjefes del Ejército y Fuerza Aérea admitieron que el entonces presidente, Jair Bolsonaro, les propuso un plan para anular los resultados de las elecciones de 2022, que ganó Lula da Silva por un estrecho margen. Ambos oficiales, por supuesto, rechazaron la propuesta.
A pesar de las recientes manifestaciones masivas a su a favor, la investigación en contra de Bolsonaro por su “intento de dar un golpe de Estado y abolir el Estado Democrático de Derecho”, complica sus opciones de volver al poder. Aunque por el caso de Lula, sabemos que no es imposible pasar de la cárcel a Planalto en Brasil. Claro que entre la condenable corrupción y el asalto del poder existe una gran diferencia. Al menos debería, si no se rescribe la historia.
Esto último es lo que parece estar haciendo el republicado Donald Trump. En un mitin de campaña el fin de semana calificó de “patriotas” a quienes asaltaron el Congreso el 6 de enero de 2021 para intentar que Biden no llegara a dirigir la Casa Blanca.
El expresidente enfrenta hoy cuatro cargos federales, básicamente, por instigar a sus adherentes a desconocer su derrota e intentar obstruir la transferencia del poder al demócrata. Ahora Trump alega que sus partidarios estaban defendiendo la democracia —y les promete un perdón si gana la elección—, mientras su defensa asegura que es inmune a cualquier acción legal. El caso, al parecer, no se resolvería antes de los comicios de noviembre.
CONCLUSIONES. Si en “Cómo mueren las democracias” Levitsky y Ziblatt[3] buscaban hacer un llamado de atención ante una tendencia que avanzaba sin freno, parece que algunos vieron en el libro una especie de manual práctico.
Eran cuatro indicadores los que anunciaban el posible deceso de este sistema político: El rechazo o la débil aceptación de las reglas democráticas del juego; la negación de la legitimidad política de los adversarios; la tolerancia o fomento de la violencia; y la predisposición a restringir las libertades civiles de la oposición, incluidos los medios de comunicación.
Por lo visto, los líderes fuertes de la actualidad no solo se encargaron de completar los indicadores, sino que han perfeccionado su capacidad de traspasarlos hasta el punto de que hoy nada parece detenerlos. Quizás ahí se encuentre el éxito inesperado de Putin, como modelo y arquetipo de control fuerte, y no necesariamente como quien le devolvió a Rusia el estatus de súper potencia[4]. La crisis de seguridad pública por la que atraviesa América Latina es un campo fértil para nuevos imitadores.
Juan Pablo Toro, director ejecutivo de AthenaLab
20 de marzo de 2024
Foto: France Presse
[1] Rachman, G. (2022). La era de los líderes autoritarios. Barcelona: Crítica.
[2] Fifield, A. (2022). El gran sucesor. Madrid: Capitán Swing.
[3] Levitsky S. y Ziblatt D. (2018). Cómo mueren las democracias. Santiago: Planeta.
[4] Galeotti, M. (2019). We need to talk about Putin. London: Penguin.
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